Un profesor y educador ejemplar

El artículo fue transcrito originalmente en el blog de los alumnos de la promoción de 1964. Agradecmos a Santos del Coso Sánchez que compartiera la imagen digitalizada del original.

Viernes, 22 de Abril de 1966 – Diario «Ya»
Un profesor y educador ejemplar

Conocí a Antonio Magariños hace ya muchos años, cuando recién sa­lido del Seminario de Madrid y tras cursar con brillantez los estudios de la Facultad de Filosofía y Letras, se preparaba con esmero, bajo la tute­la del profesor Pabón, para opositar a cátedras de Instituto. Era un jo­ven de alma translúcida, alegre, co­municativo y de profunda formación religiosa. A su afición a la lengua latina, aprendida prácticamente con ahínco, añadió en poco tiempo una sólida cultura lingüística, que le va­lió el triunfo en las oposiciones. Fue aquélla una gran victoria del joven profesor, alcanzada con sencillez y plena dignidad humana, ya que lo­gró el número uno por unanimidad y le mereció bien pronto el acceso por elección al Instituto Escuela de Madrid. Apuntaba en él la vocación científica, a juzgar por sus trabajos filológicos, compartidos con la función docente.

Tras la guerra de liberación, al encomendarnos el Ministerio a José María Albareda y a mí la reorgani­zación del Instituto – Escuela y su transformación en el Instituto Ra­miro de Maeztu, no pudimos menos de requerir desde la primera hora la colaboración de Antonio Maga­riños. Fue entonces cuando sobre la presunta vocación científica, que no dejó de cultivar, aunque con cierta parsimonia, y lejanía, en algunos di­arios, artículos, notas y comentarios de revistas, surgió la gran vocación pedagógica. Pocos profesores en la historia moderna de la Enseñanza Media española se han entregado como Magariños a la tarea docente con más abnegada pasión, con ma­yor asiduidad y desvelo, con más ca­lidad humana y más abundante fru­to para el alumno. Su vida profesio­nal aparece reflejada en casi treinta años de labor continua de cátedra, que no abandonó un solo día. En­señaba con verdadero placer, y su docencia era fecunda, sentida y hasta diríamos deliciosa. Sus discentes declaran a una que en su boca las explicaciones resultaban siempre agradables y hacían amar una ense­ñanza tan áspera como la del latín, especialmente en la difícil sintaxis, que Magariños dominaba como po­cos.

Pero aun esta vocación estricta de la cátedra fue superada por la de educador y forjador de hombres. Si quisiera sintetizarse en una palabra la talla humana del catedrático fa­llecido, habría de decirse que fue, sobre todo, educador de treinta pro­mociones de jóvenes contemporá­neos. Designado desde los primeros tiempos del Instituto Jefe de Estu­dios, cargo que ha servido, por el ejemplo y maestría de Magariños, para implantarse luego en todos la sensibilidad de las cosas, el respeto mutuo, la defensa de la libertad, la noble preocupación del trabajo, de la disciplina y de la solidaridad hu­mana.

Día a día y hora a hora—no hay nada que supere en excelencia a es­tos ínclitos méritos de un hombre y le hagan acreedor al mejor de los homenajes postumos — fué derra­mando Magariños su vida en aras de la juventud. Los que hemos sido testigos de su generosa entrega sa­bemos valorar estos altos desvelos, que enaltecen y santifican su me­moria con la aureola de un verda­dero apóstol de la educación cris­tiana. Fue Jefe de Estudios del Instituto Ramiro de Maeztu hasta que una implacable enfermedad cardia­ca comprometió su vida y obligó a relevarle del arduo trabajo, otorgándole por él la Gran Cruz de Al­fonso el Sabio. Pero se mantuvo firme en su cátedra. «Si mi salud no me deja enseñar, ¿para qué quiero ya vivir?», fueron casi sus últimas palabras. Se mantuvo al frente de los internados, otra ingente obra de su fecunda existencia, atendida con el mejor estilo. Se mantuvo en la dirección, aunque lejana, de su querido club de baloncesto Estudiantes, creado por él y llevado a las cumbres del éxito, con el espíritu educativo de quien cree sabiamente en el principio clásico de la armonía entre la salud del alma y la del cuerpo. Se mantuvo, en fin, en la dirección y tutela de los estudios nocturnos, en cuya creación, imitada después en toda España, tuvo la parte principal, y en la que derrochó como nadie su gran amor de padre y de maestro por la educación de los humildes, sin distinguir de clases sociales, porque lo inspiran a la vez la justicia y la caridad, que latía en su alma hasta el momento de rendirla en la hora definitiva.

Descanse en paz este hombre «integer vitae», que pasó por la vida «bene faciendo» y merece ahora memoria perdurable. Si no hay en el balance de sus obras ese aparato —a veces falso—con que se engalanan los que alcanzan en este mundo la consideración de sabios, se registra, en cambio, el copioso haber de virtudes del varón justo, «monumento más perenne que el bronce», revelador de la más ínclita sabiduría y, sobre todo, grato, por su perfume de santidad, a los ojos de Dios.

Luis ORTIZ MUÑOZ
Director del Instituto Ramiro de Maeztu

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